Desde tiempos inmemoriales, el ser humano convivio con otras
especies por propósitos diversos, desde la supervivencia (caza, pesca), hasta
la domesticación de animales y partió de la recolección de frutos y semillas,
hacia el cultivo de acuerdo con las estaciones del año, las horas del día y los
ciclos de lluvia y seca.
Nuestros antepasados dejaron rastro de esa relación, muestra
de ello puede observarse en distintas pinturas arqueológicas, en cuevas y colinas,
como las de Altamira, en España; en petroglifos del Bosque Petrificado de
Arizona, EE.UU., o las inscripciones en cuevas y rocas de Baja California, en México,
tal como se muestra.
Haber logrado esas pinturas y registros, que datan de hace unos
14,000 años supuso una organización del propio lenguaje, como lo apuntan las teorías
de Charles Darwin (contenidas en su obra cumbre “El origen de las especies”)
asi como las disciplinas de la Antropología Social y Cultural que de ella
derivaron (entre ellas la lingüística).
Estas ciencias, apenas desarrolladas a mediados del siglo XIX,
pudieron establecer que el ser humano al transitar de su estadio homo erectus a
homo sapiens, pudo controlar sus movimientos corporales y sus habilidades guturales,
así como el eventual desarrollo de su masa cerebral, para establecer con ellos
un pensamiento concreto asociado a las habilidades físicas del habla y representación,
que derivaría lo que definimos como lenguaje.
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